Orgullo nacionalista y sencibilidad política

por Carlos Wotzkow


Hace casi 10 años que escribo artículos para la Internet. Desde entonces, cerca de 300 artículos míos han sido distribuidos y publicados en más de 50 medios de distribución electrónica. Otros, han sido impresos. Mis lectores, no todos contentos con mi manera de pensar (pero fieles, aunque les cueste trabajo reconocerlo), me han caracterizado como un exiliado de línea dura, de derechas claro está. ¡A Dios gracias!

El lector cubano se caracteriza por atrincherarse tras una barricada (su punto de vista) impenetrable y se muestra impaciente, o incluso irritado, de sus propias equivocaciones históricas, la infalible realidad que marca nuestra idiosincrasia, y la gran importancia que atribuyó a hechos y personas que no las tenían. A muchos les resulta imposible recordar los descalabros morales de sus ídolos con tal de no perder “su pretérita verdad”.

Contrapuestos a este punto de vista, mis textos han argumentado muchas veces que deberíamos ser al menos consistentes. Otras veces he hablado de coherencia apelando más bien a la cordura. Las verdades cotidianas son mucho menos validas cuando las confrontamos con las dudas ajenas y la realidad histórica del periodo vivido. Sin embargo, incluso para los líderes del exilio, el doble estándar es en muchos casos el salvavidas preferido.

No pocas veces he sentido miedo de caer yo mismo en ese anillo de doble rasero. Pero cada vez que me detenía a pensar por qué a veces me parecía estar haciendo el ridículo, afortunadamente me percataba, comparando las opiniones a mí alrededor, lo acertado que estaba. La jauría está que hace legión por todas partes y el exilio, ciertamente nos da derechos, pero no votos.

Creo que he sido un fiel defensor de no poner límites al pensamiento de nadie en primera instancia, al menos nadie ha podido acusarme de trazar líneas delimitantes de lo correcto, o lo inapropiado. Primero, porque no tengo poder o interés de lograrlo, segundo, porque no hay ninguna ley natural que hable de fronteras que deban ser delimitadas a priori. Menos por mí.

Lo mismo ha ocurrido cada vez que he intentado juzgar algún hecho. En esas ocasiones, cuando he intentado convertirme en jurado de algo, la práctica demuestra que el trabajo de educar es una experiencia desagradable. Sobretodo en terreno de la política cubana. El cubano cree en el valor de los “otros”, no en el suyo propio. Con esto, el mejor caldo de cultivo para el charlatán está servido.

De charlatanes se ha llenado entonces nuestra Patria y nuestro exilio. A principios de los 90 pocas eran las páginas que se hacían eco de la disidencia interna y muchas menos las que nos incitaban a creer en esa nueva forma de superstición política. Hoy, son muchas más las que hablan de ello, pero lo hacen, como si publicaran una nueva forma de hacer astrología “seria”.

Los mayores charlatanes con que Cuba cuenta hoy día son casi todos partes de su diáspora. La nueva “Ley de la Conservación de la Coherencia” (así le pondría yo) debiera decir que la urgente necesidad del exilio cubano para fabricar líderes es una fuerza que intenta igualar el vacío creado por la simplicidad intelectual de su propia generación.

Hablar a los cubanos sobre las trampas ocultas que encierra la doble moral es una tarea muy ardua si debemos hacerlo con el estilo de nuestros ancestros. Lo pausado, lo elegante, suena bien, pero no tiene impacto. Algunos llegan incluso a parecer profundos, pero están fuera de balance. Y es que hace años sufrimos una epidemia de talentosos sin sentido. Más valdría enseñarles con su ejemplo, pero… ¿y los mamoncillos, dónde están?

Creo también ser un buen lector. Al menos no se puede producir (escribir) si antes no somos un buen consumidor (lector). Pero hay plumas premiadas que merecieran ser catalogadas dentro del “postmodernismo de túnica” que Peter Medawar explica tan bien en su libro “Imposturas Intelectuales”. O sea, son gentes que no dicen nada, justamente porque nada es lo que más les conviene (no) decir.

Es más fácil (y políticamente correcto) hablar de los presos, que desenmascarar a los oportunistas del exilio. Los primeros le darán las gracias (si se acuerdan) y los segundos pudieran chillarte en plena cara. Por eso, les recomiendo a todos un ejercicio nada complicado. Cada vez que alguno de ustedes use la palabra “Cuba” en cualquier contexto, o circunstancia, piense por unos minutos y con neutral curiosidad, qué significa esa palabra para usted.

Si todos logran una definición coherente, yo he estado toda mi vida equivocado. Si por el contrario, alguno de ustedes cree que se trata de una palabra terrible, quizás ya estemos a punto de entendernos. Cuba es una palabra aterradora en todos sus aspectos. Mi gran amigo, el ortopédico Moncho, podría explicárselo muchísimo mejor que yo, pero aquella cosa terrible llamada Cuba un día lo mató.

Apliquen el segundo principio de la Ley de la Termodinámica y verán cómo opera el orden en el infierno del caos. No me digan, “sí, estoy de acuerdo”. Dígame mejor, si es que pueden, “sí, ahora te entendemos, ya sé lo que quieres decir”. Al hablar de Cuba jamás he perseguido tener razón. Menos sentir satisfacción por ser reconocido. Al hablar de Cuba, siempre me he reconocido al borde del conflicto.

No soy masa. Detesto ser parte de ese centro que a todos gusta por comodidad. Sobretodo, por su vergonzosa comodidad a la hora de no aceptar los errores políticos pasados, o presentes. Prefiero 100 años de exilio y repetir otras 3 décadas en un ambiente al que, gracias a Dios, un día pude abandonar. Prefiero dedicar mi tiempo a un libro de lugares naturales cubanos, antes que ser coautor de una mala Constitución.

Por desgracia, la mayoría no lo ve así. Son todos mis detractores grandes “protagonistas” de la epopeya cubana y yo, he aprendido que no se puede negociar con una población de gorilas utilizando el lenguaje corporal de un chimpancé.


Carlos Wotzkow
Bienne, Enero 22, 2006



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