LA MUERTE DEL ALMA

"No son muertos los que en dulce calma
la paz disfrutan de la tumba fría,
muertos son los que tienen muerta el alma
y viven todavía."


Gustavo A. Bequer


Cuando Osmany Cienfuegos ordenó comprimir a los prisioneros de Girón dentro de una "rastra" hermética, actuó a expensas del poder prepotente y criminal que le confiriera su amo. El crimen cometido contra un grupo de indefensos brigadistas, víctimas ya de una derrota tan humillante como inmerecida, redundó en la muerte por asfixia o trauma claustrofóbico de varios de ellos y en la experiencia más horrible de sus vidas para los supervivientes.

Los cubanos libres conocemos en carne propia o por nuestra relación diaria con nuestros compatriotas del exilio, como se siente la víctima del oprobio, la tortura, el abuso y la iniquidad consecuente al poder totalitario. Para la inmensa mayoría de los que así sufrieron, el martirio fue un camino de gloria, un Jordán de la patria que purificara y diera magnitud a su existencia.

Digo la inmensa mayoría, pues infortunadamente no nos faltan algunos (poquísimos) tránsfugas para quienes los años de prisión política y las palizas y oprobios recibidos en ella, parecen sólo haberles consumido la escasa vergüenza que antaño aparentaban poseer. Estas sabandijas del "exilio", cuyos nombres no escribo en este artículo para no ofrecerles más la publicidad en que siempre fundamentan su supuesta "lideratura", tienen hoy una fuerte vinculación con sus antiguos victimarios.

Esta despreciable coyunda espritual que trasciende el Estrecho de la Florida, tiene ciertas características bien discernibles para el cuidadoso observador.

La primera es la necesidad enfermiza de lo que en el argot político cubano se llama "vigencia." Cuando la pierden de forma ostensible, como en los recientes casos de Robaina y Cienfuegos, el suceso puede generar actitudes dramáticas, como el fallido intento de suicidio de este último. Los degradados del castrismo que optaron por quitarse la vida no son pocos. Encabezados (y esto no es una referencia física) por el "ex Presidente" Osvaldo Dorticós, los suicidas (exitosos o nó), hacen legión: Martínez Sánchez, Ray, Pena y Santamaría, sólo para mencionar algunos de los más prominentes.

En "La Ultima Hora de Castro", el excelente análisis del castrato que escribiera Andrés Oppenheimer a principios de la década que termina, se aprecia otra condición algo más sutil que define a esta triste caterva de bufones sangrientos: Una ausencia total de individualidad. Las entrevistas realizadas por el periodista del "Herald", sobre todo la de Armando Hart, nos confrontan con un servilismo sin límites en el que la total carencia de reacciones expontáneas responde al mecanismo programado de un verdadero robot humano. Hart se nos muestra como un perfecto autómata de Castro, totalmente desprovisto de personalidad propia, sin otra voluntad que la de su amo, ni otro sentimiento que el pánico a provocar la ira del mismo.

Esa metamórfosis del espíritu en que la individualidad desaparece para que el ser humano adquiera características colectivas similares a las de las colonias de insectos, sólo ocurre como resultado del más refinado terror, que es ejercido más implacablemente entre los presuntos partidarios de una sociedad criminal, que entre sus opositores. Es algo más profundo que "vender el alma", pues tal como nos narra Goethe en su inmortal "Fausto", el arrepentimiento puede a veces remediar al pecado. El arrepentimiento genuíno para el esbirro totalitario, si no resulta en la destrucción del tirano, sólo conduce al cadalso o a la mazmorra. Aquí "el alma", el espíritu humano, no se vende. Simplemente muere, se esfuma, desaparece ante la voluntad omnipotente del mandamás.

Para eliminar la plaga de las llamadas "hormigas rojas", que recientemente infectaran Orange County en California, las autoridades del Condado informaron que como primer paso es imprescindible exterminar a "la reina", y que ese proceso puede ser lento y meticuloso.

¿Y quien honradamente puede dudar que para erradicar a los "zombies" del castrismo, totalmente desalmados por el terror, es preciso utilizar idéntica fórmula?


FIN


Hugo J Byrne

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