LA IMPRACTICABLE COBARDIA

por Hugo J. Byrne


Hace años, en la época dorada en que la hipertensión no me impedía escalar montañas, ni las cataratas me obstruccionaban la visión para hacer un "grupo decente" en un blanco a cien yardas, circulaba un cuento entre tiradores y cazadores cubanos sumamente cómico, interesante y aleccionador. Si mal no recuerdo, quien me lo contó fue el inolvidable Arístides Caldevilla, quien fuera Decano de los ingenieros civiles cubanos exiliados en esta parte del mundo y cuyas celebraciones gastronómicas con motivo del "Día del Ingeniero Civil Cubano" eran muy populares entre los empleados hispanos de Bechtel, Parsons, Fluor y otras multinacionales de ingeniería y construcción. Caldevilla era un excelente tirador de "trap", quien en sus buenos tiempos en múltiples ocasiones hacía 25 blancos en 25 platillos y se codeaba con lo mejor de ese grupo de escopeteros del antiguo "International Skeet and Trap", entre los que se contaban tiradores de la talla del actor de cine y televisión Robert Stack.

Esta anécdota (probablemente apócrifa) se refería a un tirador de pistola poseedor de una puntería increíble. De acuerdo al cuento, este tirador era capaz de reventar un huevo de gallina con un plomo de Cal. 22 a 25 yardas. Esa habilidad tan poco común se le fue un tanto a la cabeza y gustaba de alardear de la misma. Esos contínuos alardes resultaban insufribles a sus amigos del campo de tiro, los que estaban aburridísimos de tanto "braggadocio." En una ocasión, uno de ellos se lo hizo saber de forma amistosa y discreta. El alardoso se puso furibundo y le respondió de manera insolente, retándolo a un duelo con pistola. Su amigo aceptó el reto sin inmutarse y acordaron la fecha del encuentro de honor para dos semanas más tarde. A medida que pasaban los días al tirador experto y alardoso se le veía deprimido y preocupado. Por su parte el otro tirador, que era mediocre, lucía sereno, ocupándose sin problemas en sus actividades habituales. Dos días antes del duelo el alardoso pidió humildes disculpas a su amigo, reconociendo su error y retirando su ridículo reto. Algún tiempo después los tiradores comentaron el incidente, dicutiendo las conclusiones morales del mismo. El consenso general fue que no era igual tirarle a "un huevo" que tirarle "a dos."

Ese cuento me recuerda una experiencia real que tuve que sufrir algún tiempo antes de mi salida de Cuba. Yo nací y viví hasta la edad de diez y ocho años en la casa sita en González Lanuza #22, entre Milanés y Byrne en la Ciudad de Matanzas. Cuando ingresé a la Escuela de Arquitectura de la Universidad de La Habana, mis padres compraron otra casa en el barrio de Almendares. Al casarme, me vendieron la casa solariega de Matanzas por una cantidad menor que su valor de mercado. Como que trabajaba en La Habana, decidí alquilar la casa de Matanzas. La planta alta fue ocupada por mis tíos, la hermana menor de mi madre y su esposo. La planta baja se alquiló también, aunque por breve tiempo. Al desalquilarse la planta baja en 1959, decidí dejarla deshabitada, pues los rumores abundaban sobre la inminente "reforma urbana." Advertido secretamente de su promulgación dos días antes de que Castro decretara esa "reforma", creí verme en la necesidad de ocupar la planta baja como mi residencia oficial, llevando allí a otra tía recientemente viuda, a mi esposa y a mi hija mayor que entonces tenía diecisiete días de nacida. Trabajaba en La Habana de lunes a viernes, viajando a Matanzas los fines de semana.

Esa acción mía frustró (temporalmente) las aspiraciones de un "sociolisto", el presidente del C.D.R. (comité de delatores) de la cuadra, quien desgraciadamente, era mi vecino. Ese jefe de espías de cuadra era un "guajiro macho" con ínfulas intelectuales, teniente de milicias y estuvo envuelto en las operaciones castristas que culminaran en la captura y ejecución de Jorge Fundora. Interesado en traer a la Capital de la Provincia a sus familiares, le atraía mi casa, que por su amplitud era en muchos aspectos la mejor en la cuadra. Resentido, se puso a decir por todas partes que yo había actuado ilegalmente y llegó a insinuar que de una u otra forma él se quedaría con mi casa. Acostumbrado al abuso impune, nunca soñó que alguien le hiciera frente.

Tuvo la poca suerte de que nos encontráramos por pura casualidad en el Parque Martí, frente al Palacio Municipal. Estaba enfundado en su uniforme, con sus galones de teniente y su pistola a la cintura. Cuando le dije que si tenía algo personal en contra mía esa era la oportunidad perfecta para dilucidarlo de hombre a hombre, se puso pálido. Le temblaban la voz y la barbilla. Parece que en medio de mi indignación alcé la voz, pues el consabido grupo de curiosos se aglomeró alrededor nuestro. Lo bueno que tiene la cultura cubana (y que le diga "machista" quien lo desee), es que cuando se llevan los problemas a un plano personal, hasta las autoridades más cínicas y crueles dudan usar la prepotencia por temor a que se interprete como cobardía. Quizás eso me salvó esa vez. Pensé en la probabilidad que ordenara mi arresto, pero eso no me apartó de mi objetivo. Aseguró balbuceante que él jamás había dicho nada negativo de mi persona y que no tenía nada en mi contra, que se trataba sólo de chismes y calumnias. Los improperios se dicen a distancia con una gran facilidad. Frente a frente es harina de otro costal. Quien al final pagó los platos rotos fue mi pobre tío, al que días después el achicado jefe de chivatos advirtió "…dile a tu sobrino que no se atreva jamás a volver a darme un escándalo como el que me dió en el parque el otro día." El bueno de mi tío Juan Secreu, quien no mataba una mosca, le respondió muy bien: "No soy tu recadero. Dícelo tú."

Nunca lo volví a ver.

De Cuba salieron dos tipos de individuos. Unos se fueron simplemente para poner distancia entre ellos y el crimen institucionalizado que es el castrismo. Otros para tratar de obtener los medios para regresar, detener ese crimen y castigar a los criminales. La primera actitud, si bien acomodaticia e intelectualmente cobarde, ha resultado en apariencias ventajosa durante algún tiempo. En carrera larga es, sin embargo, impracticable. Esos cubanos, quienes por muchos años pensaron que Norteamérica era no sólo un país libre y civilizado brindándonos oportunidades ilimitadas de progreso material, sino también un refugio seguro a los desmanes de aquellos que rehusan aceptar el derecho de gentes, han tenido un brusco y desagradable despertar el 11 de septiembre pasado. La lucha denodada entre el bien y el mal nunca reconoce un frente de combate definido en el que solamente sufren quienes aceptan la lid. Todos estamos expuestos a la violencia asesina del terrorismo. Antaño fue para nosotros el terrorismo de estado, aplicado en el ámbito doméstico. Hoy es el terrorismo internacional, pero también apadrinado y dirigido por las mismas fuerzas que odian incondicionalmente la virtud y la razón. Las mismas que aman sin reservas el vicio, la hecatombe y la muerte. Bin Laden o Hitler, Lenin o Castro, ¿cuál es la diferencia? De ellos es inútil huír. Con ellos la cobardía es impracticable.


FIN


Hugo Byrne


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