LOS "TIGREROS"

Por Hugo J. Byrne


"Hablo … del difrute de deambular por parajes solitarios; de la rara dicha que entraña cazar a los poderosos y terribles señores de esas soledades, astutos, cautelosos, inexorables."

Theodore Roosevelt
(Prólogo de "African Game Trails", 1910)


A menudo las situaciones más agradables nos traen a la memoria otras circunstancias que ciertamente no lo fueron. Ese proceso inteligente que llamamos con reproche "atención difusa" ("day dreaming") en los adolescentes de edad escolar, y que justificamos como "asociación de ideas" en nuestra edad adulta, nos asaltó durante una muy reciente visita al "Castillo Hearst" en la bellísima costa californiana de San Simeon.

Sucede que una de las muchas especies de fauna que importara el archifamoso William Randolph Hearst, constructor de ese palacio imponente, hoy "Meca" de turistas, combinada con esa escasez de sentido común que a veces nos domina en la juventud, casi resulta en nuestro temprano mutis de este mundo cruel. Nos referimos al mal llamado "Jabalí Ruso" ("Russian Boar") y que en realidad debía llamarse "Jabalí Prusiano" ("Prussian Boar"), pues fue precisamente importado del este de Alemania por Hearst durante el primer cuarto del siglo pasado.

Ese incidente al que dedicamos un artículo (creemos que en 1997) titulado "Encuentro Cercano de la Peor Clase", nos forzó a una vergonzosa carrera ante la carga decidida de uno de esos cerditos (quien pesó 255 lbs. después de despellejado y sin órganos) y que infortunadamente no fue víctima del "lobo feroz" en su infancia.

Habíamos leído sobre la sensación eufórica y la adrenalina que produce encarar tal situación. Es cierto que el corazón se agita y que las aptitudes atléticas se acentúan (no dudo que nuestra carrera alcanzara velocidades olímpicas), pero las consecuencias pudieron ser de pronóstico reservado si el primer plomo no hubiera encontrado el pulmón izquierdo de nuestro porcino antagonista.

Ese plomo de 30 06 le quitó al cerdo "la tarjeta de crédito." Sin embargo, es importante tener en cuenta que ese "asunto de la adrenalina" puede también ser un factor en contra. Esa adrenalina le permitió al agonizante cerdo alcanzar y sobrepasar por casi quince pies el lugar desde donde le tiramos cuatro balas y desde donde al ver que el endemoniado puerco no paraba, muy saludablemente pusimos pies en polvorosa.

En la opinión de quien escribe es necesario estar parcialmente loco para de manera voluntaria enfrentar la carga furiosa de un animal salvaje. Cuando ciertos individuos hacen de esa vivencia un objetivo deseable, se convierten ante nuestros ojos en orates al perder el instinto de conservación.

Hemos conocido tales individuos y ante su valor temerario siempre nos hemos quitado humildemente el sombrero. Uno que no conocimos personalmente, pero a quien y de quien leímos fue el famoso "tigrero" Alexander ("Sasha") Siemel. Nacido en Riga Latvia en 1890, Siemel no sólo cazaba fieras enfrentando su carga, sino que lo hacía con una "zagaya" (lanza) al estilo de los aborígenes de Mato Grosso en las selvas del sureste brasileño, de quienes aprendió su "arte."

Siemel no era un hombre muy alto ni en apariencia muy poderoso (5' 11" y 180 lbs.), pero este es uno de esos casos en que las apariencias engañaban. Dotado de la fuerza física de King Kong, "Sasha" se dedicó durante años a la profesión de forzudo de circo. Derrotaba con cotidiana facilidad a oponentes que doblaban su volumen muscular. Como sabemos, en lucha grecorromana la velocidad y capacidad de reflejos es más importante que el peso del contendiente. Esos reflejos y esa velocidad fulminante le permitieron más tarde a Siemel alcanzar el éxito en un "deporte" mortal.

De cómo este latvio rubio y de ojos azules vino a dar a las selvas del Mato Grosso y a tener como tutores en la caza del jaguar ("tigre" para los suramericanos, "filho da puta" para los brasileros) a los indios "Guató" de sureste brasileño, de cómo su hermano Ernst fue devorado por las pirañas y de cómo por la mayor parte de su vida se creyó perseguido por la justicia después de haber machacado la cabeza y dejado por muerto a un franco-brasileño de apellido Favelle quien tratara de matarlo, son temas interesantísimos, pero demasiado extensos para este ensayo.

Sin embargo, queremos dejar establecido que el jaguar suramericano es de un tamaño considerablemente mayor que el que puede encontrarse todavía en las selvas de México y Centroamérica y que hasta fines del siglo XIX se encontraba aun en el suroeste de Estados Unidos. El jaguar record para México pesó 162 lbs. Los "tigres" que Siemel ensartó en su "zagaya" pesaban a veces más de 300 lbs. La técnica "Guató" de caza de "tigre" con zagaya era bien simple.

Había que esperar el salto final del jaguar y empalarlo con la zagaya en la parte superior del pecho o inferior del cuello. El problema consistía en que el dichoso gato sabía que la zagaya pinchaba y hacía cuanto era necesario para evitarla, mientras que con sus veinte navajas barberas operadas por cuatro miembros de músculos de acero, trataba, con velocidad fulminante, de convertir al cazador en un montón de tasajo brasileño. Los "tigreros" del sur de Brasil entre los años de 1920 y 1930 sabían que la diferencia entre la vida o la muerte era cuestión de segundos y pulgadas. Eran muy bien pagados por los vaqueros del área.

Siemel cazó más de trescientos jaguares en el Mato Grosso, con la ayuda de sus perros, entre ellos el famoso "Valente", hizo películas, escribió sus memorias y murió (en su cama) en Pennsylvania en 1970.

Lo más cerca que hemos visto a jaguares suramericanos es en los zoológicos y en los circos, pero recordamos vivamente uno que en nuestra tierna niñez despertamos de su sopor tirándole con fuerza de la cola que colgaba de su jaula en el circo de "Blacamán", que a la sazón pasaba por nuestra nativa Matanzas. Aquel gato nos dedicó una Mirada muy expresiva. Parafraseando al finado autor y cazador Robert Roark, "nos miró como si le debiéramos dinero."

Nos parece que andando el tiempo hemos visto miradas parecidas. Ya nos acordamos, la del jefe de Seguridad del Estado castrista, Ramiro Valdés.


FIN


Hugo Byrne

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