UNA VIÑETA DEL EXILIO DE 1895

Por Hugo J. Byrne

Considero que escribir es tarea relativamente fácil. Las condicionales imperiosas son dominar el idioma y conocer POR LO MENOS ALGO del tema del que se escribe. Desafortunadamente no todos los que escriben y publican se molestan en cubrir esas dos bases imprescindibles. No hace mucho fui llamado “junta-letras” en un largo y pedante mamotreto de la “Red”. Ese improperio me lo dedicó un resentido peninsular que se mortificó porque le rectificara dos falacias históricas sobre Cuba en uno de sus laberínticos ensayos. No me afectó su diatriba pues era simplemente incorrecta.

Sin ínfulas literarias y siguiendo el sendero prudente que siempre me ha complacido, vivo tranquilo en la convicción que ese califictivo no me cuadra. Sin embargo, reconozco que tenemos desgraciadamente muchos verdaderos “junta-letras” en nuestro entorno exiliado. Si el amable lector desea tener alguna pista para identificarlos, considere la siguiente: Sólo pueden expresar opiniones muy confusas, que pueden o nó ser legítimas u originales (a lo que tienen derecho), pero nunca pueden aportar las razones por las cuales las sostienen. Contínuamente le encienden una vela a Dios y otra al diablo, siendo incapaces de mantener un criterio firme y ni siquiera percatándose de sus garrafales contradicciones. Cuando tratan de justificarse terminan afirmando disparates cronológicos y necedades históricas. Esos disparates, aunque inicialmente provoquen risa, acto seguido frustran grandemente, pues dan al lector una impresión incorrecta de la habilidad intelectual del exilio cubano. Como ejemplo podemos citar la certera afirmación del Dr. Ricardo Calvo durante una reciente conferencia en USC, sobre las estadísticas económicas positivas de la Cuba precastrista. Ellas, dijo el enterado Phd de Austin, son del completo dominio público, pero el origen de esa envidiable prosperidad económica abruptamente terminada por Castro en 1959, es desconocido no sólo por gran parte de ese público, sino absurdamente por muchos exiliados cubanos. Yo agrego a esa noción del Dr. Calvo, que entre ellos hay demasiados que presumen de escritores.

Por esa razón es que cedo el espacio de mi columna de hoy a una viñeta del destierro de 1895, hija de la pluma inspirada de un ilustre pariente lejano quien vivió ese breve exilio. Se trata de sólo poco más de una cuartilla y las experiencias que narra son personales e introspectivas, pero están BIEN ESCRITAS. Mucho más conocido como poeta que como prosista, este cubano de la emigración de Tampa cultivó también el ensayo con éxito. Considero su artículo “El Cartero”, notable entre muchos. Al reproducirlo hoy en mi columna no lo hago tanto como homenaje a su patriótica pluma, o para expresar una reflexión nostálgica -salvadas las diferencias de época- de mi propia experiencia en los primeros años del presente destierro, sino también como aleccionador ejemplo literario. El autor conocía su tema y supo narrarlo correctamente en nuestro idioma.


EL CARTERO

Por Bonifacio Byrne (1861-1936)

Dos eran los días más felices para los emigrados: ¡El miércoles y el domingo! Porque eran, respectivamente, vísperas del jueves y del lunes; y el jueves y el lunes llegaba el cartero a la puerta de los ausentes de la patria, tocando antes en la calle un agudo silbato, que se nos antojaba música celeste, anunciadora de la epístola esperada.

¡Qué días aquellos! ¡No! No es posible que olvidemos los lunes del destierro. En cada casa no había ocupación más importante, desde muy temprano, que atisbar por puertas, ventanas y balcones la inefable aparición del empleado de correos, especie de Mesías con cachucha, tirantes y una enorme valija, pendiente del hombro izquierdo. ¡Ahí llega el cartero! Acaba de detenerse frente a la puerta y ha hecho resonar su penetrante silbato. Parece que tiene prisa por seguir su camino, pues en su rostro se advierten señales de impaciencia: ¡Venga la carta! ¡Adiós cartero, hasta el lunes! Pero…¿qué tienen los proscriptos en la mano cuando reciben una misiva de Cuba? ¿Es azogue? Dígolo porque no acierto a abrir el sobre, y menos a extraer la deseada epístola. ¿Qué traerá? ¿Serán las noticias buenas o malas?

Las cartas se leen y se releen: Se aprenden de memoria y se recitan como si fueran versos, de la categoría de aquellos que por su naturalidad y fluidez se adhieren al oído. El lunes se pasa todo el día comentando la carta que se recibió por la mañana. Hay carta para rato. A la hora del almuerzo; la hay para la comida y queda un buen fragmento para la hora de acostarnos. Hay que prolongar la porción de alegría pasajera, de dicha momentánea.

No se ría nadie de lo que voy a confesar. He dormido muchas noches con las cartas de mi familia debajo de la almohada. Y aquellas noches mi sueño era dulce, sosegado y tranquilo. ¡Cuántos habrán hecho lo mismo, aunque no tengan como yo la franqueza de confesarlo! Al despertar no las leía, las deletreaba, como un chiquillo, para prolongar mi goce.

Luego pasaba una cosa singular y es que aquellas cartas parece que nos traían el perfume de la patria distante, emanaciones de sus valles, algo de la casa y de la calle en que vivíamos, de las personas con las que nos relacionábamos en el club o en la botica, del rincón en que estaba ubicado nuestro lecho, y desde el cual oíamos, perdida la mirada en el espacio, los rumores de la calle y el ruido de las carretas, los cascos de los caballos y los tacones al chocar contra las baldosas de los sardineles…

¿Y cuando el cartero pasaba de largo, sin mirar siquiera para dentro de nuestros cuartos de madera? ¡Con qué envidia le veíamos detenerse en otras casas para entregar las correspondientes cartas! A veces pretendíamos engañarnos. ¡Volverá! -decíamos. Tiene que volver, porque no siempre de lejos se ven bien los números. Y sabiendo que no habría de volver, alimentábamos nuestra angustia con el opio restaurador de la esperanza y la quimera.

Semana tras semana así vivimos tres años. Riámonos, si es posible, del pan amargo de la emigración, pero consagremos siquiera un leve suspiro a la memoria de nuestros respectivos carteros. El mío era alto, delgado, cejijunto, impenetrable. Puede tenerse la seguridad de que si lo hallara algún día en mi camino le daría un estrecho apretón de manos. Ningún trabajo cuesta ser agradecido.



Éste y otros excelentes artículos del mismo AUTOR aparecen en la REVISTA GUARACABUYA con dirección electrónica de:

www.amigospais-guaracabuya.org