LA BATALLA DE RORKE’S DRIFT

Por Hugo J. Byrne


“Y nosotros, a través de toda la experiencia de nuestras vidas hemos concluído que existe una sola vía de enfrentar la violencia: La firmeza”.

Alexander Solzhenitsyn (discurso a AFL-CIO junio 30, 1975)


A finales del mes de enero de 1879 y casi un año después del desafío heroico del General Antonio Maceo, en el que culminara nuestra Guerra de los Diez Años, empezó otra costosa campaña colonial del otro lado del Océano Atlántico. Los historiadores británicos la llaman “Zulu War”, que se traduce al castellano como Guerra con los Zulus. En realidad el conflicto entre los intereses coloniales británicos de la era victoriana y los Zulus del Rey Cetshwayo en nada se parecía a nuestra insurrección, excepto en el membrete de “guerra colonial”.

La violencia entre Gran Bretaña y Zululandia, localizada en lo que es hoy la República de Sur Africa, fue breve y sangrienta. Ese conflicto que terminara con la destrucción del reinado zulu, tuvo dos enfrentamientos memorables: Isandhlwana, donde más de mil soldados coloniales fueron en dos horas abrumados y muertos por un aguerrido y disciplinado ejército zulu (“Impi”, en dialecto bantú) y, horas después, la Misión de Rorke’s Drift, en la que un pequeño destacamento colonial de poco más de cien hombres se defendiera con éxito y durante más de diez horas rechazara a los vencedores de Isandhlwana.

Isandhlwana y Rorke’s Drift no fueron las únicas batallas importantes en esa guerra: En Ulundi, capital de Zululandia, se terminaron las hostilidades con el aniquilamiento de las fuerzas de Cetshwayo, la quema de su “kraal” y la subsiguiente captura del reyezuelo zulu. Pero Ulundi fue más una masacre de “cafres” que una batalla formal.

En Ulundi se enfrentaron por primera vez armas de fuego automáticas de tiro rápido (Gatling guns, las “armas de destrucción masiva” de la época) contra las azagayas de los nativos. Las fuerzas coloniales sufrieron un muerto y menos de diez heridos a cambio de las vidas de miles de guerreros zulus, quienes se inmolaran en cargas suicidas contra el impenetrable “cuadro” británico.

Situada a un cuarto de milla al suroeste de un recodo del Río Búfalo llamado Rorke’s Drift, la Misión era en 1879 la residencia de un ministro evangélico sueco llamado Otto Witt, su esposa y tres hijos pequeños. Al invadir Zululandia los británicos, el jefe supremo de las tropas invasoras, Lord Chelmsford, había destacado allí una pequeña guarnición consistente en parte de la compañía B del batallón 2do del Regimiento 24 (84 hombres en total), a la órdenes del Teniente Gonville S. Bromhead. Al mismo tiempo, un grupo de zapadores dirigidos por el Teniente John R. Chard de los “Royal Engineers” construía un puente de pontones sobre el río.

El perímetro de 400 yardas de la misión contenía una casa-almacén-iglesia, un hospital y un corral alto, lleno de ganado, del tipo que los “afrikaners” llaman “kraal”, además de excusados y otras estructuras menores. El almacén afortunadamente se encontraba lleno de sacos de maíz y cajas de panecillos, que los defensores usaran con gran eficacia para construir reductos.

Al saberse el resultado desastroso del encuentro en Isandhlwana, el Teniente Chard asumió la dirección de la defensa con Bromhead como segundo al mando, aceptando el juicioso consejo de un civil, el Comisionado James Dalton. Dalton correctamente aconsejó contra la retirada, llamándola suicidio colectivo. El muy experto Dalton había sido sargento mayor por muchos años y entendía que la mejor posibilidad de supervivencia consistía en atrincherarse y resistir.

El primer ataque de los 4,000 zulus que comandaba uno de los generales de Cetshwayo llamado Dabulamanzi, ocurrió acompañado de gran algarabía y consistió en una carga masiva desde el sur contra el hospital en el extremo izquierdo del perímetro y las atalayas que había ordenado erigir Chard con los sacos de maíz y dos carromatos volcados. Dabulamanzi estaba desobedeciendo las órdenes de su rey, quien aterrado por las pérdidas sufridas en la victoria de Isandhlwana, había ordenado a su ejército no cruzar al Estado de Natal, al oeste del río Búfalo.

Aunque el turbión de zulus lucía abrumador y muchos llegaron a entrar en lucha cuerpo a acuerpo con los defensores, las descargas cerradas de los soldados del 24 empezaron lo que terminarían sus bayonetas. Cuando al fin la marea humana empezó a debilitarse, los cuerpos de los atacantes se amontonaban en una masa sanguinolenta de azagayas, escudos y víceras humanas.

En menos de media hora los zulus reanudaron su plan de ataque, esta vez flanqueando el perímetro y avanzando en masa desde el noroeste. Este fue el ataque principal y la primera vez que el resultado de la batalla realmente pendiera en la balanza. Desde elevaciones contíguas y usando rifles tomados a los soldados muertos en Isandhlwana, los zulus iniciaron un fuego no muy efectivo sobre la Misión.

Enfrentando resueltamente esa peligrosa distracción, Chard, Bromhead y Dalton, armados con rifles con bayonetas caladas, dirigieron la heroica defensa exhortando contínuamente a los hombres del 24. Incendiando el techo de paja del hospital, los zulus forzaron la evacuación del mismo en medio de un salvaje combate cuerpo a cuerpo. En el proceso murieron once de los treinta y seis pacientes del hospital.

El perímetro fue reducido dos veces para consolidar las pérdidas producidas por esta segunda y formidable avalancha humana que los defensores a duras penas rechazaron. Poco antes del amanecer del día siguiente los zulus desataron su último intento contra la Misión, en este caso descendiendo desde el norte y atacando el “kraal” en el extremo oeste del perímetro defensivo. Esta vez se encontraron con un nuevo impedimento. Los cadáveres amontonados de más de 400 de sus propios guerreros les dificultaban el paso.

Exhaustos, hambrientos y ya resignados a la derrota, los hombres de Dabulamanzi cruzaron el río Búfalo de regreso a Zululandia. Dejaban casi 500 muertos sobre el terreno, llevándose con ellos más de otros cien mal heridos, muchos de los cuales perecerían más tarde. Las pérdidas de los defensores fueron relativamente más severas: Quince muertos en combate, entre ellos un Administrador de abastecimintos (“Acting Storekeeper”) llamado Alexander Byrne (“no relation”), dos que morirían más tarde y siete mal heridos. Casi todo el resto de la guarnición había sufrido heridas menores.

No menos de once Cruces Victoria, el equivalente británico a la Medalla de Honor norteamericana, fueron otorgadas a los defensores de Rorke’s Drift. Sus recipientes fueron además de los tenientes Chard y Bromhead, el Comisionado Dalton, el Cirujano-Mayor Reynolds, un gigantesco suizo cabo de la policía de Natal llamado Schiess (quien ya herido y paciente del hospital, fuera nuevamente herido defendiendo la Misión), más otro cabo y cinco de los soldados del Regimiento 24.

Lo importante y significativo para mí en la defensa bravía de Rorke’s Drift y la razón de la breve narración que hago de la misma en este trabajo, es la enseñanza tanto práctica como ética en las virtudes de la resistencia a todo trance frente a la agresión irracional y homicida. Existen situaciones en las que tratar de escapar es totalmente impráctico y en las que la única posibilidad razonable de sobrevivir consiste en defenderse con uñas y dientes, sin dar ni esperar cuartel. Esa es la moral de la epopeya del río Búfalo, en la que los defensores lucharon sin descanso y vencieron contra toda esperanza, a pesar de enfrentar una desventaja numérica de cuarenta contra uno.

En nuestra guerra despiadada contra el terrorismo y contra los terroristas como Castro, ¿debemos aprender algo de esta increíble defensa en un remoto lugar de Africa, hace 127 años?



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