¿FUTURA CRETINOCRACIA SUDAMERICANA?

Por Hugo J. Byrne


Existen algunos personajes históricos que por razones importantes no son de mi agrado, pero a quienes respeto por similares motivos de peso. Uno de estos personajes fue el General Charles De Gaulle, desaparecido fundador y primer presidente de la V República Francesa, cuya fama se remonta a la Segunda Guerra Mundial.

Apreciar las cualidades tanto negativas como positivas de los oponentes y con más precisión de los enemigos, es una tarea básica para enfrentarlos de manera efectiva. En un análisis sobrio del carácter del adversario, necesidad de la que surge la “inteligencia” en su definición estratégica, no hay espacio alguno para la emoción y muchísimo menos para la emoción histérica, tan dominante (aunque nó exclusiva) de los pueblos iberoamericanos. Más de una vez he sido amargamente criticado por admitir la evidente sagacidad del tirano.

Excepto para sus familiares y los muy escasos íntimos amigos, De Gaulle era un individuo insufrible, egocéntrico, rudo, arrogante, soberbio e ingrato. No cabe la menor duda de que estaba imbuído de un concepto demasiado importante de su propia grandeza y de la pasada grandeza de su país, las que a menudo confundía. Como jefe de estado francés, De Gaulle trató siempre de socavar los intereses norteamericanos. En esta absurda confrontación entre dos naciones que siempre han compartido objetivos comunes, la “grandeza de Francia” no avanzó un ápice, pero el interés de la humanidad aún menos.

En el lado positivo De Gaulle poseía una extraordinaria elocuencia, que en él podía ser algunas veces inspiradora y otras mordaz y agresiva. Cuando durante la liberación de París en 1944 un líder de la resistencia llamado Georges Bidault concluyó una innecesaria presentación del General al pueblo congregado para escucharlo, ambos tuvieron el siguiente intercambio. Bidault: “General, ¿no dije muchas tonterías, verdad? De Gaulle: “No tuvo tiempo”.

En otra poco diplomática oportunidad dijo De Gaulle que en su opinión “Brasil no era un país serio”. Tengo la sospecha que el espigado y narigudo general no se refería solamente a Brasil, sino a toda Sudamérica. Y si ese es el caso, a despecho de que se me acuse de xenófobo, racista, lacayo imperialista, o de quien sabe que otra falta tremebunda, me siento cada día más inclinado a compartir esa triste opinión.

Amigo lector, ¿ha pasado revista últimamente a la vida social de Sudamérica con su cultura Hispánica, Latina, Ibérica, Indoibérica, o como mejor la quiera llamar? No titubee en establecer una justa comparación con los cubanos en ese escrutinio, pues si bien es cierto que nunca elegimos a Castro como los argentinos a Perón, los brasileros a Vargas y “Lula” y los venezolanos a mi tocayo el retardado, eso se debe sólo a que el inefable “Fifo” nunca lo permitió. ¿O es que acaso alguien duda que si hubiéramos podido ejercer el derecho al voto en 1959 habríamos electo a Castro casi por aclamación?

Esta gran dificultad que tenemos cada día más para gobernarnos a través de mecanismos civilizados e idóneos, es aceptada con resignación e indiferencia y admitida desvergonzadamente como un obstáculo natural e infranqueable. Un gran amigo argentino me contaba lo que presenció en un partido de “soccer” en Buenos Aires, poco tiempo después de que Perón regresara triunfalmente del exilio para ser electo Presidente por el mismo pueblo al que había concienzudamente explotado y arruinado, en unión de su esposa Isabel. Isabel, a quien los argentinos llamaban burlonamente “la Perona”, fue también electa Vicepresidenta en la misma boleta con Perón.

Los deportes de concurrencia multitudinaria son usados mundialmente con frecuencia para dar rienda suelta a la pasión política, excepto en estados totalitarios como Castrolandia, donde la hinchada se mantiene bajo el férreo control del aparato burocrático omnipotente. Durante el partido al que asistió mi amigo, los inquietos fanáticos, quizás arrepentidos de los crasos errores cometidos en la urna y preocupados por la situación caótica de la economía y del ámbito social que presagiaban estallidos nacionales (como el golpe del General Videla), hicieron erupción estruendosa en un grosero estribillo: “¡Si seremos pelot…, elegimos una p… y un cornudo!”

Argentina…, incapaz de elegir un dirigente que alguien con media onza de materia gris en el resto del mundo pueda respetar. Venezuela…, conquistada sin resistencia efectiva por un bufón de opereta con menos intelecto que un tarugo de circo, quien tiene nada menos que a “Fifo” como único mentor y guía y está rodeado de esbirros adocenados y eructantes que se dedican a derrumbar impunemente los últimos obstáculos a su ruinosa tiranía populista. Bolivia…, amenazada por la probable elección de un racista indígena llamado “Evo”, quien combina la promoción ilegal de la cocaína con una confusión grande entre su ombligo y la entrada a una mina de estaño. ¿Hay alguna esperanza para el Sur del Continente?

Hasta el momento de escribir este artículo el mejor prospecto de esperanza en el dudoso rescate de Sudamérica de un infernal destino cretinocrático no es el Presidente colombiano, quien cada día contemporiza más con quienes quieren destruir al Continente, sino el Ejército de Chile, cuya profesional oficialidad podría intervenir en el posible caso de que Chávez decidiera “bañarse en el Pacífico boliviano”, azuzando a Evo a hacer buenas sus absurdas demandas territoriales contra Chile.

Una nueva “Guerra del Chaco” duraría mucho menos que la del siglo XIX, con idénticos resultados. A ellos se podrían agregar los probables “fringe benefits” de liquidar a “Evo” y por carambola, a su padre putativo, Hugo.

El país clave en este escenario bélico, por obvias razones geográficas e históricas es el Perú, probable víctima futura del expansionismo de Chávez y cuya economía no ha podido recuperarse de la ruina colectivista en que la sumiera el miserable dictador Velasco Alvarado hace tres décadas.

Es sumamente triste que la mejor posibilidad para un futuro civilizado y próspero en Sudamérica sea una guerra, por breve y decisiva que esta pudiera ser. Pero la alternativa sería una cretinocracia generalizada en un Continente condenado a sufrir otro siglo de extrema miseria y cruel despotismo.

Una alternativa cuya mejor alegoría es una manada famélica, en taparrabos y arrastrando cadenas, mientras berrea al unísono; “El pueblo, unido…”



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