LEPANTO

Por Hugo J. Byrne


Dos enemigos irreconciliables se enfrentaron hace cuatro siglos en una de las batallas más importantes de la historia moderna. Muchos historiadores sostienen que los resultados de ese encuentro hicieron posible la supervivencia de las características más positivas de nuestra civilización occidental. En realidad puedo asegurar al amable lector que no sólo nuestra civilización, sino nuestra existencia física de hoy son los resultados directos de la victoria de occidente en ese conflicto.

Nos referimos por supuesto a Lepanto. Y nó al popular “brandy” español, sino al golfo del Mar Mediterráneo, del que toma su nombre. Los dos enemigos implacables que describimos en el párrafo inicial, eran las fuerzas navales de la Europa Cristiana, encabezada por Venecia y la formidable armada Islámica de Turquía.

Si nos aventuramos en las sendas del pasado, encontraremos que cuatrocientos años antes de Sadam Hussein, Irán, Al Quaeda, el Talibán, Hamas, el Yihad Islámico y todas las múltiples piñas terroristas musulmanas que hoy combatimos, existían los turcos otomanos, quienes fueron capaces de alzar las banderas del Islám conquistador, fanático y opresivo tan alto, que casi abruman a los que llamaban “infieles”.

Descendientes de obscuras tribus nomádicas de las estepas del Asia, los otomanos, abrazando fanáticamente la fe musulmana, empezaron a extender una agresiva influencia militar y política en el este del Mediterráneo desde el siglo XIII, a través de sus victoriosas campañas contra los mongoles y los bizantinos. El momento histórico culminante del Imperio Otomano arribó con su triunfo final sobre Bizancio, la toma de Constantinopla (hoy Estambul), ocurrida en 1453.

La potencia económica y guerrera cristiana más importante en esa parte del mundo (en esencia la única parte importante de ese tiempo), era Venecia. Los venecianos aprendieron pronto, tal como los norteamericanos a fines del siglo XIX, que la libertad comercial requiere un formidable poderío naval que la respalde. Eterna rival de Génova en el otro lado de la bota italiana, Venecia desarrolló una armada capaz de proteger sus rutas comerciales. Extraordinarios exploradores como Marco Polo y aguerridos marinos como Sebastiano Vennier, avanzaron los intereses del León de San Marcos y afirmaron sus fueros en el Mediterráneo.

En 1499 todo ese poderío se vio de repente desafiado por la amenaza de dos enemigos mortales. Venecia, construída en el mar para enfrentar mejor a sus enemigos de tierra firme, pactaba entonces con Francia una posible alianza contra Milán, quien la amenazaba desde el oeste. Como si esto fuera poco, en el mismo año el embajador del “Duce” de Venecia en Constantinopla oyó del Gran Visir (Primer Ministro) Turco, que aunque el “Duce” veneciano se “casaba con el mar” en anual ceremonia simbólica , el verdadero novio del Mediterráneo era ya realmente el Sultán otomano.

Los primeros encuentros entre venecianos y turcos ocurrieron desde 1463. En 1470 los turcos capturaron la isla de Negroponte en el Mar Egeo y en 1479 la de Scutari, en el Adriático. La paulatina retirada veneciana duró por más de un siglo hasta que las galeras turcas asediaron a Chipre y demandaron su entrega al Imperio Otomano en 1570. El Emperador Otomano Selim II, conocido como “Selím el borracho”, por su afición al vino (que la fe musulmana no atenuaba), exigió su rendición incondicional.

Rechazado el ultimátum turco por Venecia, los otomanos sitiaron Famagusta por más de diez meses y finalmente tomaron ese puerto fortificado, junto al resto de la isla mediterránea. Al jefe veneciano capturado, Marc Antonio Bragadin, le cortaron la nariz y las orejas y, tras muchas otras torturas y humillaciones, lo desollaron vivo. Chipre se convirtió en un escenario de abuso, violación y matanza poco usual aún para aquellos tiempos. Más de 20,000 fueron masacrados “en nombre de la fe”. Las mujeres viejas fueron decapitadas junto a los hombres y las más jóvenes embarcadas a Turquía para placer sexual de la soldadesca, con las más agraciadas entre ellas, seleccionadas para el harém de “Selím el borracho”.

Para ese entonces el peligro turco había forzado un pacto frágil entre el Papado, Venecia, Génova y España. Este “matrimonio de escopeta”, se conoce en la historia como “La Santa Liga de Venecia”. Quizás la aparente aunque frágil solidaridad por parte del actual gobierno de Italia con Estados Unidos en su difícil guerra contra el terrorismo musulmán, tenga una sutil raíz histórica en esta coalición del siglo XVI que precedió a Lepanto. Al respecto, las valientes pasadas declaraciones del Primer Ministro italiano Silvio Berlusconi, no dejan lugar a dudas.

Esa alianza militar de 1570 unía en propósitos defensivos inmediatos los antagonismos más enconados y los intereses más divergentes. Sólo el objetivo común de sobrevivir la mortal amenaza turca mantuvo esa alianza intacta. Tres años depués de la decisiva victoria de Lepanto, la Santa Liga se desmoronó.

El siete de octubre de 1571 las dos armadas se enfrentaron cerca de las costas griegas. La superioridad en tamaño de las galeras cristianas y la puntería de los arcabuceros de las mismas, demostraron ser capaces de abrumar a las más rápidas y maniobrables galeras turcas, las que dependían mayormente en la flecha y la cimitarra. Sin embargo, lo que ganó el día para la flota cristiana no fue tanto el poderío naval, como la habilidad en su uso.

Los jefes cristianos como Alvaro de Bazán, Barbarigo, Colonna, Sebastiano Vennier y Andrea Doria, probaron ser más agresivos y eficientes que sus contrapartidas turcos Ali Pachá, Mehmed Suluk y Uluch Ali. Pero sobre todo la determinación y capacidad en liderazgo de su jefe supremo, Don Juan de Austria, permitió a los marinos de La Santa Liga arrinconar a los otomanos en el Golfo de Lepanto y casi aniquilarlos. Este jefe supremo de la flota cristiana en Lepanto de sólo 24 años de edad, era hijo ilegítimo del alemán Carlos V (Carlos I, para España) con una campesina alemana. Nacido en el centro de Europa y criado en España, el genial Don Juan era un soldado nato y el reverso de la medalla de su medio hermano, el gris, mediocre y místico Felipe II.

Don Juan estaba a cargo de una coalición mucho más heterogénea y antagónica que la que comandara el General Eisenhower en la Segunda Guerra Mundial. Designado como caudillo cristiano por el Papa, el joven alemán carecía del respaldo incondicional del liderazgo de una potencia industrial formidable como fuera el caso del jefe supremo aliado en 1944. Antes de Lepanto la armada cristiana estuvo a punto de cañonearse a sí misma en más de una ocasión, a consecuencia de las insanas rivalidades históricas entre los genoveses y españoles de una parte y los venecianos por la otra.

Las deficiencias materiales fueron contrarrestadas con genio militar, tacto diplomático y determinación a toda prueba. Don Juan reconocía el desafío de muerte que para la civilización occidental representaba el ciego fantismo islámico.

El peligro terrorista de hoy es muchísimo más serio que en ese entonces y mucho más de lo que la inmensa mayoría sospecha. ¿Estarán nuestros caudillos políticos y militares a la altura de las circunstancias? La vida fácil, ¿ nos habrá corrompido tanto que como vástagos de nuestra civilización, ni siquiera reconocemos nuestros deberes hacia nosotros mismos? ¿Seremos capaces de obtener, como en Lepanto, una victoria final sobre la barbarie fanática o será nuestro destino el de los esclavos?



Éste y otros excelentes artículos del mismo AUTOR aparecen en la REVISTA GUARACABUYA con dirección electrónica de:

www.amigospais-guaracabuya.org