¿VOLUNTAD PARA LA VICTORIA?

Por Hugo J. Byrne


"A partir de hoy el Octavo Ejército no cederá un palmo de terreno al enemigo. La tropa peleará y morirá en sus posiciones".

General Bernard Law Montgomery (órdenes dadas en Alejandría, Egipto, el verano de 1942, con Rommel a menos de 60 millas del Canal de Suez).


En la Segunda Guerra Mundial, a la que tanto refiere la izquierda como el modelo de la guerra "buena" (aunque descubrieron que era buena sólo después del ataque alemán a la Unión Soviética en 1941), los aliados obtuvieron la victoria como en todas las guerras, mediante el uso de mayor violencia que el enemigo. Esta mayor violencia fue desarrollada a través de las prudentes decisiones del liderazgo aliado, el que afortunadamente fue capaz de comprender ese axioma fundamental en el uso de la fuerza.

Quien desee acusarme de cinismo cruel por lo expuesto anteriormente, debe ponerse al día en sus conocimientos de historia y en ese proceso educativo sería muy conveniente repasar un poquitín a Clausewitz y a Maquiavelo. En el criterio de un servidor de los lectores, es siempre preferible el cinismo a la deshonestidad.

No está demás revisar las acciones decisivas de esa guerra "buena" a la que se refieren los casi nunca cínicos, pero eternamente deshonestos cronistas del izquierdismo. Empecemos por el final. El ataque nuclear sobre dos ciudades industriales japonesas en 1945, universalmente denunciado por la izquierda como cruel e innecesario, no sólo acortó la duración del sangriento conflicto por meses y hasta probablemente años, sino que, en toda probabilidad, salvó la vida de dos millones de japoneses y por lo menos entre cien mil y trescientos mil soldados e infantes de marina norteamericanos. El Presidente Harry Truman, quien no era santo de mi devoción por otras muchas válidas razones, en este caso merece en mi criterio enorme crédito.

Los estimados que aparecen en el párrafo anterior son el resultado de los estudios más conservadores y profesionales sobre lo que habría costado en pérdidas humanas invadir el territorio japonés propiamente dicho. Esos estudios se basaron en las bajas sufridas por ambas partes durante las invasiones de Iwo Jima y Okinawa, las primeras áreas conquistadas por los norteamericanos sobre suelo japonés. En Iwo Jima las bajas norteamericanas fueron más de 6,800 muertos y más de 19,000 heridos. Solamente algo más de mil japoneses fueron tomados prisioneros entre una guarnición de 21,000 hombres. ¡20,000 muertos!

En Okinawa los soldados y civiles japoneses muertos pasaron de 120,000 y los norteamericanos sufrieron más de 12,500 muertos en la sangrienta batalla, entre ellos el jefe de las fuerzas terrestres aliadas, General Simon B. Buckner. Buckner fue el oficial norteamericano de más alto rango muerto en combate durante toda la campaña del Pacífico. Es necesario tener en cuenta que Iwo Jima es un islote sulfuroso insignificante y Okinawa una isla algo mayor, pero solamente con 519 millas cuadradas de extensión. Por comparación las islas que componen el archipiélago japonés totalizan 46,000 millas cuadradas y en esa época estaban ocupadas por una población de casi cien millones de habitantes (casi ciento cuarenta millones en la actualidad). Mucho se denunció en su época el bombardeo nazi de Rotterdam, siendo Holanda un país neutral, una de las razones legales que se usaran para enjuiciar al jefe de la Luftwaffe Herman Goering ante el tribunal de Nuremberg (junto al bombardeo de Coventry y el holocausto judío). La realidad es que sin justificar el terror aéreo nazi (nada justifica al terrorismo), mil bombarderos británicos Sterling quintuplicaron esa hecatombe en una sola noche en Hamburgo, tres años después.

Todos fueron actos esencialmente terroristas. La diferencia es sólo cuantitativa y a favor de los aliados, en lo que a matanza de inocentes se refiere. Sin embargo, fue esa determinación a destruir el enemigo totalitario usando cuantos medios estuvieran al alcance, la clave de su victoria. No basta con poseer los medios de destrucción, cuando la supervivencia está en juego, es imprescindible poseer también el estómago necesario para usarlos con determinación y efectividad. Lord Kitchener masacró a decenas de miles de derviches (los musulmanes fundamentalistas de su época) después de la batalla de Ondurman. Las tropas de la coalición anglo-egipcia se dedicaron durante días a rematar a los heridos en cumplimiento estricto de las órdenes impartidas por el "Sirdar" (como los soldados egipcios llamaban a Kitchener).

¿Espantoso? ¿Horrible? ¿Un genocidio odioso? No cabe duda. ¿Efectivo? Tenga en cuenta el amable lector que el islamismo radical perdió por completo su atractivo en el Medio Oriente desde ese entonces hasta el desastroso advenimiento del Ayatola Kuomeni en Iran (realizado con la repugnante ayuda de otro santón, el redomado hipócrita que infortunadamente residía entonces en la Casa Blanca), a fines de la década del setenta del siglo siguiente. Gracias a la ferocidad del Sirdar los "infieles" pudimos dormir tranquilos durante más de ochenta años. Significativamente lo único notable que ocurrió en el mundo musulmán durante todo ese tiempo fue la revolución anticlerical (y por consiguiente anti-islámica) de Kemal Ataturk, la que forzara en Turquía la desaparición del sultanato, a los muezines respetar la ley republicana y a las damas salir en público sin usar velo.

Para lograr esa paz efectiva que no emana tanto de la fuerza como de la determinación para usarla, la primera medida es aprender a vivir como personas, utilizando prioridades humanas. Para ese objetivo no presagia nada bueno nuestro parlamento timorato y corrupto, producto de la decisión errónea de un electorado pésimamente informado, totalmente ignorante de su propio predicamento y apático ante sus más imperiosas necesidades de seguridad.

La llamada Resolución sin fuerza legal ("non-binding") del Senado Norteamericano contra la estrategia presente de la administración en Iraq, es la quinta esencia de la deshonestidad política. Quienes tratan de avanzar ese mamotreto son los mismos senadores que abrumadoramente confirmaran al General Petreus, nombrado por el Ejecutivo precisamente para implementar en Iraq esa nueva estrategia. Preguntado por uno de los noveles senadores sobre su confianza en la efectividad del nuevo plan militar, Petreus contestó afirmativamente: "¿Cómo podría honestamente dudar de su éxito y al mismo tiempo dirigir su implentación?" ¿Entendería el interrogador las implicaciones?



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