DENUNCIANDO A LOS NUEVOS TRAIDORES

Por Hugo J. Byrne


“La libertad sin orden es anarquía, pero el orden sin libertad es opresión.”

Presidente Miguel Mariano Gómez Arias (discurso de inauguración a la presidencia el 20 de mayo de 1936).


Hace 46 años la República de Cuba fue abandonada por su presunto aliado norteamericano. Las decisiones políticas del Presidente Kennedy impidiendo la consolidación de una cabeza de playa libre al este de la Ciénaga de Zapata, culminaron en la ignominiosa derrota de Bahía de Cochinos. Cómplice en ese desastre fue nuestra total incapacidad de controlar los acontecimientos. La joven comunidad exiliada, todavía aturdida por el injusto resultado y aún más dividida por el mismo, no percibía las raíces del problema. No fue hasta bastante después de terminada la crisis de octubre de 1962 que inescapables evidencias empezaran a permear el intelecto colectivo del destierro.

Un servidor estaba en Cuba el 17 de abril de 1961, esperando órdenes del exterior para ocupar el centro de trabajo habanero donde desarrollaba mis labores. La espera fue en vano, pues la orden nunca se materializó. En uno de los más absurdos eventos de la historia militar contemporánea, el desembarco de Bahía de Cochinos no tomó por sorpresa al régimen, sino a quienes se aprestaban a derrumbarlo. ¿Cabe en lo posible que tal confusión fuera producto de incapacidad humana o circunstancias fortuítas? Mi padre había fallecido el día 14 de abril y al día siguiente, mientras atendía a sus funerales, se produjo el bombardeo de la Brigada a las bases de la Fuerza Aérea castrista. Sería el único ataque al arma aérea del régimen de los tres que habían sido programados para destruirla. La decisión política de Kennedy cancelando las otras dos incursiones fue la más dramática causa de la debacle, aunque sin duda nó la única.

La derrota impuesta por Washington, otorgaría una victoria decisiva al castrismo. Esa victoria, reforzada por los acuerdos de fines de 1962 entre los soviéticos y la misma administración de “Camelot”, resultarían en la permanencia de Castro en el poder. No deseo rememorar esos trágicos eventos. El lector los conoce íntimamente. Mi objetivo es analizar las consecuencias políticas de ellos en el exilio cubano.

La reacción del destierro en la primera mitad de la década de los sesenta fue la paulatina integración del mismo a la política doméstica de Estados Unidos, lo que en términos prácticos representó una ganancia neta para el Partido Republicano sobre el Demócrata. Este último, tanto por su ideología social contemporánea como por sus acciones, entre las que ocuparon lugar prominente las previamente citadas, se convirtió (justamente) en anatema para la mayoría del exilio. A todo esto puede agregarse la indiscutible estrecha relación existente entre el castrismo y muchos personeros del ala izquierda de ese partido.

La marea alta de la coalición entre el “Grand Old Party” y el destierro tomó forma durante la administración de Ronald Reagan, que para muchos fuera el epítome de la actitud resuelta ante la amenaza totalitaria soviética. Actitud razonablemente acreditada por el desplome final del “Bloque Socialista”, lo que ocurriría poco tiempo después, durante el gobierno de George H. W. Bush. Casi invisible en medio de la euforia de esos años tuvo lugar una muy aleccionadora iniciativa diplomática. Una de las primeras medidas de Reagan como presidente fue el envío del General Vernon Walters a La Habana como embajador plenipotenciario, con el único propósito (admitido a posteriori por el desaparecido diplomático) de buscar un acomodo con Castro. Aunque fracasadas por la intransigencia castrista, es importante analizar el alcance de las intenciones del ejecutivo norteamericano.

El “embargo económico”, nunca aplicado en sus capítulos más efectivos (por obra de dos administraciones de signo político diferente), ha mantenido el interés del destierro en la política doméstica, al dirigirse muchos de nuestros mejores esfuerzos a su aplicación y continuidad. Aunque su derogación sería una mejora económica temporal y una victoria política para el régimen, su mantenimiento (en su forma actual) no garantiza en modo alguno el fin del castrismo. Washington no ha sido un fiel aliado de Cuba, sino tan sólo un espejismo más. No podemos confundir la nación que amamos y que nos ama, con su política que nos desprecia y usa. Para la primera somos sus hijos, para la segunda, dependiendo de donde sople el viento, un interés o un lastre.

En medio de la Guerra contra el Terrorismo, la más publicitada arma de Estados Unidos, llamada “Ley Patriota” (“Patriot Act”) es utilizada por el Departamento de “Homeland Security”, para perseguir, encausar y aprisionar a exiliados cubanos por el delito de haberse alzado en armas contra la tiranía castrista. Veteranos de la guerrilla en el Escambray y sus familiares y colaboradores en esa lucha por la libertad encuentran obstáculos para entrar al territorio norteamericano por haber “tomado armas contra las autoridades de un estado extranjero”. La política de Washington en contra de los militantes cubanos se ha hecho bien evidente con el encarcelamiento y prisión de cuantos exiliados pongan sus deberes hacia la patria por encima de otras consideraciones.

El ignominioso régimen carcelario de virtual aislamiento a que está sometido Luis Posada Carriles es una vergüenza nacional y universal. Las cobardes maniobras para entregarlo encadenado al régimen de Caracas parecen evidenciarse cada día en los manejos de los picapleitos federales para mantenerlo en prisión indefinidamente. Poco importa que el mandamás en Venezuela rompa lanzas diariamente con los más encarnizados enemigos terroristas de Norteamérica. Poco importa que insulte a diario al Presidente norteamericano y a sus inmediatos colaboradores. Sólo parece importar que el crudo que envía ese fantoche a Estados Unidos (17% del consumo nacional) se mantenga sin merma, para que no se agreguen más presiones económicas a las presentes dificultades política del gobierno actual. Estamos ante la diplomacia de la cobardía y la política de la traición.

En medio de la catástrofe nacional que representaba para Francia su aplastante derrota del verano de 1940, un obscuro General, decidido a continuar la guerra desde el exilio y en ese momento supuestamente despidiendo a diplomáticos británicos en el aeropuerto de París, saltó al avión en el último instante, volando con ellos hasta Londres. Pocos días después, en su histórico primer discurso desde la BBC, Charles De Gaulle les dijo a sus compatriotas que no estaban solos. Sin embargo, en sus contínuos y tormentosos enfrentamientos con sus aliados “anglosajones” el arrogante soldado actuó siempre como si Francia estuviera realmente sola. Admitió ayuda y cooperación, pero cuando no estaba acompañada de riendas o controles. De Gaulle, quien no era santo de mi devoción por razones que no competen a este trabajo, sabía que Francia sí estaba sola. De sus actitudes, Winston Churchill se quejó con amargura, diciendo que: “…de todas las cruces que tuve que cargar durante la guerra, la más pesada fue sin duda la de Lorena” (símbolo escogido por De Gaulle para “Francia Libre”).

Cuando en 1963 tres mil cubanos vestimos el uniforme del ejército de Estados Unidos en Ft. Knox y Ft. Jackson, lo hicimos después de haber jurado oficialmente fidelidad a la Bandera de La Estrella Solitaria. Este es un recordatorio a esa fidelidad. Hace mucho tiempo que me olvidé de Washington, de los demócratas y de los republicanos. Cuba estaba sola en 1895 y está sola hoy. Ha estado sola por casi cincuenta años. Sólo nos tiene a nosotros.

¿Y qué podemos todavía aportar a la patria quienes ya iniciamos el ocaso de nuestras vidas? Quizás, amigo lector, nuestro ejemplo irreductible. El mismo ejemplo que cantara tan elocuentemente Bonifacio Byrne en su poema del mismo título, con cuyas últimas estrofas termino esta columna.


Si es nuestra redención una quimera,
si para vernos libres es temprano…
¡la paloma conviértase en pantera!
y mientras lata un corazón cubano,
juremos rescatar nuestra bandera,
pasándola al morir, de mano en mano!



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