SOBRE LA VIOLENCIA NORTEAMERICANA

por Hugo J. Byrne


Para los “snobs” de la izquierda en Latinoamérica, Estados Unidos merece el odio de todo el mundo. De acuerdo a la propaganda de estos trasnochados populistas, Washington es el epítome de todo lo malo que ocurre en el universo y quien dispute esa “realidad auto evidente” demuestra ignorancia supina, abyecta sumisión, o interés mercenario. Para facilitar un proceso intelectual que en ellos es deficiente, lento y primitivo, cambian el pensamiento racional por un rígido lema político. Pretenden no necesitar el análisis de nada y muchísimo menos tomar con seriedad una historia en la que incluso sus marginales conocimientos de cartilla marxista parecen estar frágilmente agarrados con imperdibles.

En una de mis recientes columnas mencionaba las virtudes intrínsecas de esta república. Virtudes que, como afirmara en otra carta a El Nuevo Herald, publicada en ese periódico el pasado día 27 (con algunas mutilaciones políticamente correctas), no le ganaban la perfección, aunque sí la hacían merecedora simultáneamente de admiración y envidia. De estas emociones, tan auto evidentes como las verdades que afirmara Jefferson en la Declaración de Independencia, tenemos muchos ejemplos. Los cubanos de un exilio ya casi cercano a los tres millones, conocemos de primera mano de las múltiples intrigas, inconsistencias y traiciones de Washington. Las hemos sufrido y aún las sufrimos. Pero eso no nos hace comulgar con ruedas de molino.

En la carta al Herald respondía a las nociones descabelladas de un académico y periodista mexicano llamado Sergio Muñoz Bata, quien pese a sus credenciales la emprendía por carambola en un reciente artículo contra la separación de poderes que establece la Constitución norteamericana. Digo por carambola, porque el objetivo real de Muñoz Bata no era criticar el buen juicio de los forjadores de esta nación o las instituciones que ellos crearan, sino calumniar a los cubanos libres y de paso defender una vez más al régimen castrista.

Un buen amigo me envía hoy para que la comente otra diatriba similar, pero esta vez de un escritor ecuatoriano llamado Omar Ospina García, quien la emprende directamente contra la nación a la que llama “el torpe y ambicioso lazarillo del mundo”. Aunque el ridículo propósito de Ospina es acusar a Estados Unidos de lo que considera una “cultura de violencia”, coincido bastante con él en esa particular definición: Washington a menudo actúa con ambición y torpeza. Por supuesto, no es la única nación que merezca tales adjetivos, las hay mucho más agresivas, ambiciosas y torpes, aunque no aparezcan en la cartilla marxista. Lo que sí es indiscutible es que Estados Unidos ha sido el lazarillo del mundo casi desde principios del siglo pasado.

De acuerdo al Larousse, el más cercano diccionario español que tengo al escribir este trabajo, “lazarillo” es quien guía a un ciego: excelente definición. Y eso nos lleva al manido asuntito de las guerras y de la violencia. Cuando nuestro conocimiento histórico rebasa un poquitín al muy limitado que ofrece la cartilla marxista, podemos establecer sin problemas que casi todas esas guerras a las que refiere el Sr. Ospina se habían iniciado mucho antes de la participación de Estados Unidos en ellas. La Guerra con México, la Guerra Civil y las campañas contra los indígenas son las únicas excepciones a esa regla histórica fundamental. La Guerra de 1812 es un caso dudoso.

Pero no lo fue la Guerra de Independencia norteamericana. El abuso en los impuestos que la Metrópoli imponía a sus colonias la provocó. Ciertamente no lo fue la llamada Guerra Hipanoamericana, pues abiertas rebeliones contra el poder colonial español existían tanto en Cuba como en Filipinas y Puerto Rico, aunque Cuba era la única colonia que por 1898 y al precio de arruinarse económicamente, estaba a punto de sacudirse la dependencia colonial, lo que hizo de la intervención militar norteamericana, una aventura genuínamente innecesaria. Para Cuba, Washington en 1898 (como más tarde en 1961) fue realmente torpe. Nó necesitábamos lazarillo ni Enmienda Platt, la que nuestro gobierno soberano derogara en 1935 y la que con su característica desvergüenza los castristas invocan como vigente hasta 1959.

Cuando el Ejército Expedicionario Norteamericano llegó a Europa en 1917, lo hizo antecediendo al armisticio por sólo un poco más de un año. Cuando eso ocurriera ya habían perecido casi 8 millones de europeos, los que a pesar de carecer de la “cultura de violencia” de los yankees, se masacraban con fruición desde agosto de 1914. Cuando el ataque a Pearl Harbor en diciembre de 1941, la Guerra en Europa había durado dos años y muchos más las hostilidades entre Japón y China. Estados Unidos intervinieron en la península coreana sólo después que la República de Corea fuera invadida por los ejércitos de Kim Il Sung, los que casi llegaran a ocupar todo su territorio.

La de Vietnam fue una guerra que empezara con una rebelión contra el coloniaje francés aún antes del fin de la Segunda Guerra Mundial, sólo terminando cuando a despecho de los acuerdos de paz y mucho después de la evacuación norteamericana, los regímenes comunistas perpetraran un verdadero baño de sangre y no sólo entre sus antiguos oponentes. Estadísticamente Indochina perdió más gente por medios violentos al finalizar las hostilidades que durante la guerra. Quienes trataban de salvarse de la masacre lanzándose al mar en todo tipo de embarcaciones fueron llamados genéricamente “boat people”. En esa época el régimen comunista de Cambodia liquidó a la tercera parte de su propia población (¡oh perdón!, se me olvidaba que los yankees son los violentos).

La primera Guerra del Golfo la inició Sadam invadiendo Kwait, y amenazando a Arabia Saudita con la misma suerte. Infortunadamente su torpe dependencia en el crudo extranjero no dejaba a Estados Unidos otra alternativa que intervenir. La segunda guerra del Golfo fue, según muchos historiadores serios, una consecuencia directa de no haber finalizado la primera. La presente caótica situación en Irak en mi criterio empeorará inmensamente en cuanto la evacuación de los “violentos” norteamericanos permita al régimen teocrático (pero “pacífico”) de Irán hacerse cargo de ese territorio petrolero.

Las intervenciones norteamericanas en México, América Central y El Caribe de los siglos XIX y XX, pueden clasificarse como genuínamente imperialistas. Pero fueron excursiones de Boy Scouts por comparación a las actividades imperialistas de otras potencias mundiales durante la misma época. Aunque no lo encontremos en la cartilla marxista, Filipinas no las pasó peor que los Países Bálticos, Finlandia y Polonia (gracias a la protección que les brindaran sus “pacíficos” vecinos, los Imperios Alemán y Ruso).

La expansión norteamericana hacia el oeste, que implicara la casi extinción violenta y cruel de los originales habitantes de Norteamérica, no fue ni mejor ni peor relativamente, que la ocurrida unos pocos años después en la República Argentina, durante el gobierno de Sarmiento. Los indios de América, víctimas comunes de hispanoamericanos y gringos por igual, no las pasaron peor que los Armenios víctimas del genocidio turco, o que los judíos en el holocausto nazi. La diferencia fundamental es que los “violentos gringos” y los argentinos sólo pretendían ocupar territorio. Los nazis y turcos tenían además el inocente propósito de exterminar a las razas odiadas. ¡Ah!, se me olvidaba, ¿no es el holocausto judío (de acuerdo a la cartilla marxista y la agenda islamofascista) una perversa invención de los sionistas y de sus “violentos protectores”?

El capítulo de asesinatos en masa de seres humanos durante la era contemporánea (a la que pertence toda la Historia de Estados Unidos), demuestra que el primer lugar corresponde a China durante la era de Mao Zedong, con unos cuarenta y cinco millones de muertos y el segundo a la felizmente desaparecida Unión Soviética, con más de veinte. Hitler y sus nazis, a pesar de sí mismos, alcanzaron un distante tercer lugar. A menos que se les acredite con la muerte de cincuenta millones durante la Segunda Guerra Mundial, que se iniciara cuando Hitler y su socio de entonces, Stalin, invadieran a Polonia simultáneamente por ambas fronteras y de común acuerdo. Dato curioso; los “agresivos y violentos yankees” ni siquiera aparecen en la lista de estados genocidas.

Para terminar con el tema de Ospina, a quien he dedicado más tiempo y tinta de la que merece y quien por seguro ha de continuar con su cansona e ignorante matraquilla antinorteamericana, deseo aclarar que no existe en Norteamérica una glorificación de las armas de fuego, las que deben equipararse con la muerte sólo cuando son esgrimidas exclusivamente por criminales. En especial, cuando estos criminales conforman el núcleo de la guardia pretoriana de un régimen totalitario.

El homicida Cho, sin nadie que se lo impidiera, pudo asesinar con tranquila impunidad a 33 estudiantes inocentes en la Escuela Tecnológica de Virginia, precisamente porque allí regulaciones irracionales prohibían portar armas de fuego incluso a los agentes de seguridad responsables por la paz del plantel. Pero al menos en Estados Unidos monstruos como él son considerados criminales y cuando son arrestados casi siempre terminan sus días detrás de las rejas. En Castrolandia, por contraste, criminales notorios (como Raúl Castro) dirigen los organismos de represión de un estado opresivo, corrupto y omnipotente, al que nadie desafía por instinto de conservación.



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