Rafael y Soledad

Una historia triste y verídica
que confirma la existencia
de gente buena en el mundo,
más allá de la diversidad de nacionalidades


Miami es enorme y el tráfico puede intimidar hasta a los más experimentados choferes. Todos parecen estar de prisa y no hay tiempo para detenerse a pensar en la rampa de salida correcta, dentro de ese laberinto de pistas llenas de autos desplazándose a la velocidad de bólidos.

Tenía un amigo a quien no veía por mucho tiempo y decidí visitarlo. Desprovisto de su dirección y número de teléfono --anotados en una vieja libreta que ahora sólo existe en el recuerdo-- confié en encontrar su casa, orientado sólamente por mi memoria. Pensé que, una vez en la vecindad, sería asunto de dar unas vueltas utilizando puntos de referencia.

Después de algunos giros alrededor de la manzana, reconocí la casa. Estacioné el auto al frente, abrí la pequeña reja y presioné el botón del timbre. Una figura femenina se dibujó en el umbral protegido por rejas de metal, que hacían juego con las de las dos ventanas en el mismo lado de la casa.

- "¿Quién es?"
- "Buenas noches, señora, busco a Hernán ... "
- "¿Hernán - el señor colombiano?"
- "Sí, señora"

Tras un breve y casi inaudible diálogo entre la señora y un hombre, oí ruido de llaves buscando el ojo de la cerradura. Se abrió la puerta y se encendió una luz, iluminando a una mujer pequeña de ojos escrutadores y, detrás de ella, un señor de semblante sereno, vistiendo una guayabera blanca. Me invitaron a entrar y dijeron que sus nombres eran Rafael y Soledad. Ella parecía tener alrededor de sesenta años de edad. El, quizás sesenta y cinco. Me informaron que mi amigo Hernán se había mudado hacía dos años y que ellos habían comprado la casa.

Entramos de lleno en animada charla y comprendí que la carencia de compañía y amistades era para ellos un factor más poderoso que el temor de aceptar a una persona desconocida en su hogar. Soledad era increíblemente locuaz e interrumpía a menudo los relatos de Rafael, para añadir detalles o situarlos en correcto orden cronológico. Entre deliciosas "medianoches" (emparedados), cafés obscuros y aromáticos "tabacos", escuché historias dramáticas acerca del racionamiento de alimentos, de la maloliente carne enlatada de oso, del arroz casi plástico que crecía sin fin en la olla, la escasez de carne y leche y el inventario de los enseres domésticos y efectos personales que había que someter a las autoridades como condición previa para poder salir del país.

Salieron de Cuba con lo que tenían puesto, dejando la casa y una panadería que fue próspera hasta antes de la revolución. Ambos tenían la esperanza recóndita de ver su tierra libre algún día, antes de cerrar sus ojos para siempre. Era doloroso oírlos profesar su amor acendrado e inextinguible por la patria que fueron forzados a abandonar.

Cada vez que Soledad nos servía el café, decía con una sonrisa contagiosa "¡Az uca!", parodiando a la cantante Celia Cruz.

- "Yo siempre admiré a Celia, Doña Soledad ..."
- "Ella es lo más grande que ha dado Cuba", contestó con visible orgullo.

Rafael se levantó de su asiento y extrajo del estante donde tenía el televisor y otros aparatos electrónicos, un largo estuche de vinilo negro que contenía cintas magnetofónicas. Leyó los títulos por unos minutos. Finalmente hizo su selección. Encendió un sistema compacto de sonido e introdujo la cinta. Me sentí transportado a mi niñez cuando escuché los acordes de "Saoco", "El Yerberito", "Tu voz" y otras canciones ejecutadas por dos fenómenos musicales que se complementan perfectamente: Celia Cruz --con su potente voz-- y la Sonora Matancera, ejemplo superlativo de armonía, ritmo y cadencia. Rafael y Soledad, sentados en sus sillones, no intentaron sacarme de mi éxtasis y observaban complacidos mi abstracción en la música que operaba el milagro de regresión a felices épocas juveniles que no volverán.

Por horas, Rafael --un verdadero erudito en el campo de la música en general y de la Afro Cubana en particular-- centralizó toda mi atención, ilustrándome con notas históricas acerca de los grandes exponentes artísticos de su patria. Oímos selecciones de la orquestas de los Hermanos Castro y de Ernesto Duarte así como una grabación muy antigua del cantante argentino Leo Marini, acompañado por la Sonora Matancera. Disfrutamos de las Orquestas Almendra, Mariano Merceron y de la sensacional e inconfundible Orquesta Aragón.

El vasto caudal musical --el más completo que yo he visto-- incluía grabaciones de Xiomara Alfaro, Nelo Sosa y su Conjunto Colonial, el Conjunto Casino, la Orquesta Sensación, la Orquesta de Antonio María Romeu y otras más que escapan mi memoria. Rafael tenía también grabaciones de programas propalados en vivo por Radio Progreso --de los años treinta-- en los que resaltaban melodías conocidas en el mundo entero, como "Calculadora", "Hoy como ayer", "Corazón de melón", "Sabrosona" y la inolvidable canción "El manicero".

Al final de la noche intuí que había sido totalmente aceptado en los corazones de mis espléndidos anfitriones. Ellos ya ocupaban un lugar en el mío. Habíamos encontrado un común denominador, un mismo interés. Estábamos íntimamente ligados por nuestras preferencias musicales y por los recuerdos del ayer. Florecía también una nueva amistad entre nosotros ...

Era casi la medianoche y pedí disculpas por haber permanecido tanto tiempo en su casa.

"No hay por qué pedir disculpas, Don Hugo" , dijo Soledad, "Para nosotros ha sido un placer".

Rafael, visiblemente contrariado por mi partida --que ponía fin a tan amena reunión-- me preguntó que cuándo volvería y pidió a Soledad que me anotase su número de teléfono. "Venga por acá cuando quiera, ¿sabe? - Esta es su casa."

Les agradecí por su hospitalidad y me dirigí a mi auto.

En casi una hora que me tomó el viaje de Miami a West Palm Beach, no dejé de pensar en mis nuevos amigos, en su nobleza y confianza . Me sentí inmensamente orgulloso de haberme hecho acreedor a su deferencia en tan sólo unas pocas horas. Mi padre siempre decía que uno recibe en la misma proporción en la que da y que la gente reconoce inmediatamente a la persona sincera en la que se puede confiar y con quien es posible establecer una amistad duradera. ¡Cuán ciertas esas palabras! Le faltó añadir que la verdadera amistad hace caso omiso de barreras ... como la diversidad de nacionalidades.

Dos semanas después llamé a Rafael. Lo primero que me preguntó fue que cuándo volvería. Le dije que para eso lo llamaba y que si sería posible visitarlos el Sábado. "¡Ven cuando tú quieras, chico!", contestó. Sonreí ante esa genuina muestra de afabilidad y acercamiento sin formalidades. No más tratarme de Ud., ni llamarme Don Hugo. Soledad se acercó al teléfono y me preguntó si me gustaría comer "ropa vieja" . Me recomendó que fuera temprano para tener tiempo de escuchar música y también para conocer a su hija. "Y te preparo el cafecito que te gusta, ¿oíste?".

Llegué a la casa como a eso del medio día. Parecía que estaban a la espera porque se abrió la reja mientras estacionaba el auto. Ambos estaban en el umbral, visiblemente contentos de verme. Le dí a Soledad una caja de chocolates alemanes confeccionados especialmente para diabéticos. Puse sobre la mesa una lata de café de la marca que ellos usaban y que yo había notado en mi visita previa. A Rafael le di una caja de sus "tabacos" favoritos. Ambos protestaron y dijeron que no tenía que llevarles nada. "¡Déjate de esas boberías, chico!", dijo Rafael enfáticamente.

Soledad llamó a su hija, quien bajó las escaleras rápidamente. Vestía uniforme de enfermera. "Mis padres me han hablado muy bien de Ud.", dijo. A los pocos minutos descendió un joven alto, en uniforme de policía. "Este es mi hijo político", dijo Soledad, besándolo con afecto. Me saludó y pidió que lo excusaran por tener que irse. Intercambió un breve diálogo en perfecto Inglés con su esposa y se despidió de todos. Martha, la hija de Rafael y Soledad, se marchó como media hora después, diciendo sonriente mientras salía: ¡No se ilusione mucho con mis padres que lo matan con la charla!".

Durante un delicioso almuerzo --consistente en tamal, potaje (especie de sopa), "ropa vieja" (carne de res cortada en tiras, sazonada con pimientos, ajos, cebollas y otros aderezos) y el tradicional café-- hablamos de muchas cosas. Soledad dijo cuán bueno era el marido de su hija y cómo lamentaba que los horarios laborales de ambos no coincidieran, haciendo imposible que se vieran más de dos horas al día y no más de un día completo en la semana. Rafael, tratando de establecer un paralelo entre situaciones afines, dijo que cuando tenía la panadería en Cuba había que levantarse a las tres de la mañana a preparar la masa del pan y las galletas. Soledad le recordó, riendo, cómo ella regalaba pan a personas indigentes, por la puerta de atrás para que él no se enterase, hasta el día que un pobre hombre ingresó por la del frente y salió con pan que Soledad le dió sin cobrarle.

Después de retirados los platos, nos levantamos para ubicarnos en la sala, en torno al sistema de sonido. Rafael, ceremoniosamente, se dirigió al mueble donde guardaba sus grabaciones y extrajo un estuche. Sus dedos recorrieron el interior, buscando una cinta en particular. La introdujo en el aparato y, después de unos segundos, la sala pareció estremecerse con los ritmos sensuales y candentes del Mambo, ejecutado por su máximo exponente, Dámaso Pérez Prado y su famosa orquesta. Me sentí transportado a las grandiosas celebraciones de tres días de carnaval en mi país. "Qué rico mambo", "Mambo número 5", "Mambo en sax", "Patricia", "Cerezo Rosa", todos los mambos estaban en la colección. Rafael nos ilustraba con anécdotas de Pérez Prado, incluyendo el juicio por medio millón de dólares que le entabló a su hermano Pantaleón, quien por los años cincuenta actuaba en el Teatro Alhambra de París con su propio grupo, bajo el nombre "Pérez Prado, Rey del Mambo". Dámaso creía indisputablemente merecer ese titulo y no su hermano.

Rafael dijo haber visto a Pérez Prado en varias ocasiones y recordaba los saltos y el pataleo que daba en el aire cuando emitía ese grito tan característico suyo, segundos antes de llevarse la trompeta a los labios y a punto de que los saxofones, trompeta y demás instrumentos de viento se dejaran oír en toda su intensidad. "¡Era tremendo espectáculo verlo saltar así, chico!", decía riendo estrepitosamente. "Si escuchas con cuidado, notarás que su famoso grito es "¡Dilo!", pero pronunciado rápidamente." "Era como una exhortación para que sus músicos expresaran la esencia del mambo a través de instrumentos que, por unos instantes, dominaban a los de percusión." Me acerqué a los parlantes un par de veces, tratando de detectar el "dilo", y pensé que Rafael estaba en lo cierto.

También relató la anécdota de un gran trompetista en la orquesta, Billy Regis, cuyos excelentes solos --durante la ejecución del mambo "Patricia"-- eran frenéticamente aplaudidos por un público delirante. "Desde entonces", añadió Rafael, "Pérez Prado se colocaba directamente delante de Regis, pretendiendo ser él quien tocaba la trompeta." Como nota final, me recordó que en 1951 el mambo había hecho tal furor en Latinoamérica --particularmente en el Perú, mi patria-- que los voluptuosos excesos de sus seguidores trajeron como consecuencia que el Cardenal Juan Gualberto Guevara, de Lima, negara absolución a todo aquel que lo bailara.

Esa velada duró toda la noche. Mirando disimuladamente mi reloj observé que era la una y media de la mañana. Soledad sugirió que me quedase a dormir y manejase de regreso con la luz del día, completamente descansado. "Mira, éste es un sofá cama y tienes un baño aquí mismo", dijo. Ante la insistencia de Rafael, decidí aceptar la invitación. Soledad inmediatamente colocó sábanas sobre el sofá, almohadas y una frazada meticulosamente doblada que extrajo de un armario cercano. Rafael me deseó una buena noche y Soledad prometió prepararme un "cafecito" en la mañana.

Desperté a eso de las ocho y vi que Rafael y Soledad estaban sentados a la mesa. Indudablemente me esperaban para desayunar juntos. Percibí el delicioso y estimulante aroma de café recién preparado, marco adecuado para una mañana de Domingo. Soledad, notando que estaba despierto, me dió los buenos días y me indicó que había colocado un juego de toallas en el baño.

Sonreí ante su magnífica atención --acomedida hasta el último detalle-- cuando hallé una afeitadora desechable y un cepillo de dientes en su envoltura plástica sobre las toallas.

Soledad me preguntó si había dormido bien y Rafael anunció que había café recién colado y tortilla de huevos con papas para el desayuno. Mientras desayunábamos, agradecí a ambos por todas sus atenciones. Les prometí llamarlos por teléfono y volver pronto.

Salí de regreso a eso de las diez. En el auto, mi mente recreaba melodías que escuché la noche anterior. Me sentí tentado a pedirle permiso a Rafael para copiar algunas de sus grabaciones pero rechacé inmediatamente la idea por la enormidad de la tarea. ¡Tenía él tantas piezas en su colección --todas tan bellas-- que me tomaría una vida entera grabarlas!. Pensé también que sería un abuso de confianza pedir ese favor a un amigo recién conocido.

Trabajo para una corporación grande y logré autorización para tomar vacaciones. Tenía pensado pasar dos semanas en Zürich --la tierra de mi esposa-- pero ella había estado allá recientemente. Optamos por ir a Méjico.

Después de quince días maravillosos, volvimos a nuestra rutina diaria un poco subidos de peso y con las maletas a punto de reventar con las mil tonterías que compramos. Yo tenía trabajo atrasado y me vi forzado a utilizar sobretiempo para ponerme al día. Tuve también que ir a la oficina un par de Sábados consecutivos. Los Domingos, días en los que renovaba mis energías, transcurrieron velozmente. En algunas ocasiones intenté ponerme en contacto con Rafael y Soledad pero mis esfuerzos resultaron infructuosos. Nadie contestaba el teléfono.

Un Sábado decidí ir a Miami a ver a mis amigos y averiguar si estaban bien. El hecho de que no contestaran el teléfono era alarmante.

Estacioné el auto directamente al frente de la casa, abrí la pequeña reja y oprimí el botón del timbre. Pasaron unos minutos antes de que se abriera la puerta y apareciera Martha. Obviamente, yo había interrumpido su sueño. "¡Ah pase, Hugo!", dijo. Pedí disculpas por haberla despertado. "No, no tenga pena, Hugo, ya tenia que levantarme..."

El interior de la casa se veía diferente. El arreglo de los muebles había sido alterado y los sillones reclinables no estaban en la sala. El esposo de Martha bajó rápidamente y me saludó con cordialidad. Me indicaron que tomara asiento. Sus rostros lucían compungidos y mostraban ojeras pronunciadas, signos inequívocos de cansancio y falta de sueño. Rompiendo el silencio con voz casi trepidante pregunté, dirigiéndome a Martha:

"¿Y ... sus padres?"

Lo que oí a continuación me llenó de profunda tristeza.

Soledad, quien padecía de diabetes e hipertensión por mucho tiempo, había sufrido una apoplejía cerebral y llegó sin vida al hospital.

Rafael, desconsolado por la ausencia de quien fuera su dulce compañera por tantos años, cayó en un estado agudo de depresión, rehusó comer y pasó una noche entera sentado frente al sillón vacío de Soledad, hablando constantemente como si ella estuviera presente. El médico recomendó que lo trasladaran al hospital. A las pocas horas de su ingreso comenzó a desvariar, llamando "Soledad" a todas las enfermeras que lo atendían. Abandonó totalmente el deseo de vivir. Una madrugada entró en un profundo sopor, seguido por la ausencia de actividad cerebral. Poco después se sumió apaciblemente en el sueño eterno.

No pude decir ni una palabra ante la cruel realidad de dos desgracias devastadoras ocurridas en menos de mes y medio. Me pareció que hubiera sido ayer que estábamos todos bebiendo café y charlando animadamente en torno al equipo estereofónico...

Se agolparon a mi mente imágenes de los canarios bulliciosos y contentos que tenía mi madre y cómo lloró desconsoladamente el día que encontró a uno de ellos en el piso de la jaula con su diminuto cuerpo inerte y con sus delicadas extremidades señalando al cielo. Más desgarrador aún fue observar la compañera del canario volar enloquecida y sin sosiego en el interior de la jaula --su corazón destrozado por la tristeza-- hasta desplomarse. Aprendí entonces que existen seres inseparables, incapaces de vivir uno sin el otro. Asocié esos pensamientos con Rafael y Soledad ...

Martha me entregó una hojita de papel. "Aquí está la dirección del cementerio y los números de los lotes, en caso desee visitar sus tumbas", dijo con voz quebrada. Me puse de pie y guarde la nota en el bolsillo. Decliné el ofrecimiento de un trago fuerte y expresé a ambos mis condolencias. Martha se dirigió apresuradamente a la cocina, abrió un estante y extrajo un sobre manila. "Hugo, esto es para usted", dijo. No hice preguntas. Le agradecí, tomé el sobre y salí.

Dentro del auto, examiné el sobre por fuera, sin abrirlo. Rasgos grandes, escritos por manos temblorosas y cansadas, denotaban dos palabras: "Para Hugo". Toqué el sobre por todos lados, tratando de adivinar su contenido. Era voluminoso y se podía determinar con certeza que tenía varios casetes adentro. Miré la casa por última vez --particularmente el umbral donde apareció por vez primera Soledad-- y puse el auto en marcha. Llovía copiosamente en Miami. Llovía también dentro del auto ...

No recuerdo haber manejado de regreso. He colocado el sobre encima de mi escritorio. No tengo todavía el valor para abrirlo. Quizás haya dentro de él una misiva --el último vínculo entre mis amigos y yo-- y no estoy preparado para leerla. Tampoco pienso liberar aún las melodías que palpitan ansiosas por escapar del sobre que las aprisiona. Ayer me trajeron alegría ... hoy me traerán tristeza.

Recordaré por el resto de mi vida a Rafael y Soledad.


FIN


Hugo Corzo

Éste y otros excelentes artículos del mismo AUTOR aparecen en la REVISTA GUARACABUYA con dirección electrónica de:

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