Antonio Alonso Avila Cienfuegos

Por José Sánchez-Boudy

Si alguna ciudad cubana ha dejado en mí honda huella ha sido Cienfuegos. "Cienfuegos de mi soles" escribí en una poesía de hace casi treinta años. De los mayores afectos de mi vida son cienfuegueros. Como Amalita Meruelos, como Anisia Meruelos, hijas de aquel magistrado excepcional en virtudes y en saber que fue Leopoldo Meruelos. De Anisia que fue profesora del Greensboro Collage, uno de los centros educativos más prestigiosos y antiguos de los Estados Unidos, guardo, no solamente el recuerdo sino el recordatorio de su muerte, una mariposa cubana, de colores vivos, que el Collage dio a la luz para que se recordara siempre a aquella profesora excepcional; a aquella cienfueguera que me hablaba, en los días de invierno, del romper de la mañana sobre el puente colgante del Damují, o del que tiene nombre indio, el Arimao, que no es colgante, pero como el anterior recuerda a aquel Cienfuegos de que me hablaba Fernando Fernández Escobio, el excelso historiador, al escribir sobre los cementerios cubanos. Y veo aflorar aquella imagen de "La bella durmiente", perdida en la niebla, en mi visita al principal de Cienfuegos.

De Cienfuegos son, repito, mis más hondos afectos: los que he querido con la mejor de mi cubana y ser. Como uno de los grandes caballeros de ella, de la criollés del Derecho, donde fue así mismo un portento, de Antonio Alonso Avila, cuyo aniversario de su muerte se cumplió el día catorce de este mes. El segundo.

Enrique Ros me decía, y me repetía otro cienfueguero hermano, el Dr. Luis Rodríguez Cepero, de que uno siempre tiene la sensación de que Aloncito como le llamábamos cariñosamente, está aún aquí. Y habla René Landa, su compañero de curso, del vacío que se siente cuando lo recuerda en la Universidad de La Habana, en la Escuela de Derecho, de la que fue uno de los primeros expedientes, siempre elegantemente vestido: con los zapatos de dos tonos; con la guayabera inmaculadamente blanca; como su alma y su amistad, siempre con la sonrisa a flor de labios; con el abrazo cordial; soñando que pasara la semana para volver a ver, otra vez, aquellas aguas azules de Cienfuegos, por donde corría una raya anchurosa de sol: de ver las riberas de ellas llenas de margaritas inolvidables, con el eterno rocío de la mañana en flor.

Ganó, Alonsito, por su brillante expediente una plaza de abogado de oficio en la Habana y permutó con el recordado Jorge Cabrera y Graupera, compañero Marista, y uno de los abogados que más derecho penal supo en Cuba, y la permutó para estar en la Audiencia de Santa Clara, junto a Cienfuegos, cuya revista editó por años en el Exilio.

"Tú no sabes Pepito, me repetía en su bufete, que yo, ya en Miami, visitaba todos los días, para charlar con él, con Olguita, con la tampeña Helen, tú no sabes lo que es ver a un pescador tirar la red en la placidez de una tarde en el río o soñar con los galeones entrando en la bahía en tiempos españoles. Y así charlaba, porque Alonsito era un criollo y, por lo tanto, estaba lleno de las bellezas de su tierra; de Palmira; del aroma del melado de caña.

Algunas veces, con este hombre cultísimo, entrábamos de la arquitectura cienfueguera. "Claro Pepito, si sólo hay que ver la arquitectura de la Sociedad Liceo y yo que la recordaba, le señalaba ¿Por qué un cienfueguero no analiza su fachada y los diferentes estilos que se entrecruzan en ella?

Y riéndome contestaba: "Pero hay que incluir las palmas cienfuegueras. Allá junto al río. En la soledad de la tarde. Cuando la brisa parece reposar sobre los penachos y las sombras se acurrucaban en las orillas. Esto que te digo si es arquitectura Pepito. "¿No retratas las del Parque Central de Cienfuegos, casi junto a la iglesia?" Anisia y Amalita, las dos hermanas, me habían hablado tanto del parque y sus días cienfuegueros. Y yo les contestaba. "!Pero si no se puede olvidar Cienfuegos, ni las flores, ni las palmas! ¿Y cuándo las vistes por vez primera, cuándo Pepito?

Entonces recordé el día que topé con el heladero japonés, una institución de la ciudad. Era un 25 de diciembre y papá le habló al Guajiro. "Guajiro, llévanos a Cienfuegos, que quiero comer Montería en el San Carlos" Y yo fotografío hasta la pared desconchada del Consulado francés y la casa estilo colonial. Y el viejo elevador del Hotel San Carlos.

Y cuando se lo describía en detalles, Alonsito contestaba: "Es que no se puede olvidar Cienfuegos ni sus flores. Por eso yo me casé con "Daisy"

"Alonsito, trae del teatro Terry; y a Palatino" Sí, a mí no se me olvida Cienfuegos ni Alonsito. Ni aquel libro sobre los Castaños y el azúcar, que está aquí en mi biblioteca, y cuya epopeya, la de esta familia que fundó una de las cajas fuertes más grandes de Cuba, y cuya historia descubrió un intelectual norteamericano en los sótanos de la Biblioteca Municipal de New York, donde reposan miles de manuscritos de la historia de Cuba y de la Perla del Sur.

Un día escribí sobre Cayo Alcatraz y le llamó Muñíz. Era el autor de Luna Cienfueguera. La que nos recuerda siempre a Cuba como me la trae todos los días ese amigo inolvidable, Alonsito Avila. Como me la trae, minuto a minuto, las flores cienfuegueras. Es verdad lo que machacan el Apóstol que "la muerte no era verdad si se había cumplido, (como Alonsito), la obra de la vida".


FIN



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